Esta semana conocimos la resolución de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estado de alarma, declarando inconstitucional la decisión del Gobierno por la restricción de libertades que supuso el confinamiento domiciliario.

La Constitución establece en el artículo 116 el estado de alarma, de excepción y de sitio, así como los procedimientos por lo que deben aprobarse y prorrogarse, y sus presupuestos habilitantes. El estado de alarma será válido para catástrofes, crisis sanitarias o situaciones graves de desabastecimiento. El estado de excepción se corresponde con crisis de grave alteración del orden público, mientras que el estado de sitio se declarará ante insurrecciones o actos de fuerza contra España. Así, el presupuesto habilitante para una emergencia sanitaria, como es la pandemia del Covid-19, es el estado de alarma, no el de excepción. De entrada, el Gobierno cumplió con los mandatos de la Constitución.

El estado de alarma prevé únicamente la limitación de los derechos, en ningún momento su suspensión. Para la restricción total de los derechos y libertades fundamentales, debería haberse aprobado el estado de excepción. Aquí entra la dimensión interpretativa del caso. Para la mayoría de los magistrados del Tribunal Constitucional, las limitaciones de los derechos fueron tan pronunciadas que cabe interpretarlas como una suspensión, en contra de la limitación constitucional a la que las medidas del Gobierno deberían haberse ajustado.

Sin embargo, también cabe una interpretación más cercana al criterio del ejecutivo, ya que en ningún momento la suspensión de derechos y libertades fue del 100%. El confinamiento domiciliario no fue total, pues había varios supuestos en los que se podía seguir saliendo a la calle ejerciendo la libertad de movimiento. Siguió habiendo reuniones de partidos políticos o celebraciones religiosas. Además, sin una grave alteración del orden público -que no hubo- no habría estado justificado el estado de excepción.

El estado de alarma se aprobó en un momento de máxima urgencia en el que la responsabilidad del Gobierno era estar a la altura, haciendo rápidamente lo posible por reducir las muertes. La decisión del confinamiento salvó unas 450.000 vidas, como ha señalado la Ministra de Justicia.

La limitación del derecho fundamental a la libertad de circulación estaría, en primer lugar, amparada por la Constitución, y, en segundo lugar, justificada por su razonabilidad en cuanto a la situación de crisis pandémica y de desabastecimiento de los productos necesarios para la protección de la salud pública, como expresa el artículo 13.a del Real Decreto 463/2020 por el que se declara el estado de alarma. Las razones de su declaración se ajustan a los supuestos de la Constitución.

A pesar de ello, no le ha faltado tiempo a la ultraderecha, representada por Vox, para pedir la dimisión del ejecutivo una vez conocida la sentencia del Tribunal, sin importarles que su propio partido apoyase el estado de alarma en su momento votando a favor en el Congreso. Ha acusado al Gobierno de cometer la mayor vulneración de derechos y libertades de nuestra historia, lo que sin duda es una curiosa interpretación de lo que es la vulneración de derechos, pues ha estado amparada por la Constitución española y en consonancia con la experiencia internacional, ya que la mayoría de los países europeos han usado fórmulas muy similares a nuestro estado de alarma para hacer frente al virus.

La sentencia desarma la herramienta que tiene el poder ejecutivo ante las pandemias con argumentos más políticos que jurídicos, ya que responde a una motivación política en consonancia con el partido de Vox, que fue el que solicitó la revisión constitucional de la medida, a pesar de haberlo apoyado previamente.

Este debate ha causado una división en el seno del Tribunal Constitucional que genera más inseguridad jurídica, como ha expresado la magistrada María Luisa Balaguer. Y es que esta inseguridad jurídica alimenta la polarización política. La sentencia, por muy respetable que sea, tiene un sesgo más político que jurídico, legitimando los ataques al Gobierno y como consecuencia, aumentando la inestabilidad política.

Es admirable el compromiso del Tribunal con la libertad de circulación, pero estaría bien tener esa misma determinación a la hora de defender los derechos sociales importantes en un Estado de Bienestar, como son el derecho a la vivienda y al trabajo digno.

En definitiva, la práctica del Tribunal Constitucional como órgano de oposición al gobierno, junto con el bloqueo de la renovación de órganos como el Consejo General del Poder Judicial, hacen que sea necesaria una revisión de la deriva de los órganos judiciales y constitucionales para garantizar un funcionamiento verdaderamente democrático con interpretaciones más abiertas que prioricen el bienestar de los ciudadanos.

Lucía de Castro. Politóloga.