Las personas somos seres frágiles, como las flores, un sol abrasador o una lluvia demasiado violenta nos pueden estropear, y cuando el suelo tiembla, el miedo a la estampida también nos pone mustios porque nos consumimos, la ansiedad y el miedo nublan nuestro juicio y nos volvemos vulnerables a la mentira de una posible salvación.

Temerosos de nuestra propia debilidad inventamos la unidad en la diversidad, nos unimos para formar familias, para formar barrios, clanes, ciudades, reinos, imperios y por último descubrimos el Sacro Estado. Inventamos el Estado como forma última de representar la voluntad del pueblo, una manera refinada de marginar a los que son más fuertes que nosotros, débiles individuos a la merced del destino.

Hemos invertido siglos en articular el Estado de diversas formas para intentar el milagro, aún no descubierto, de contradecir aquel dicho: “nunca llueve a gusto de todos”. Y en la búsqueda de no dejar a nadie fuera de esta representación abstracta llamada Estado, desprovistos de más opciones llegamos a la democracia liberal, que mediante una suerte de representación parlamentaria nos ha permitido a todos sentirnos identificados en el Parlamento, y nuestras voluntades dibujadas a la perfección, ¡éxtasis! ¡hemos alcanzado el Edén, ya no necesitamos obligar nada a nadie, ni volverán las inclemencias a amenazar nuestra delicada existencia!

Advertidos por los sabios griegos hemos sucumbido…

Y nuestras voces suenan en el Parlamento siempre que suben los impuestos, siempre que bajan, siempre que damos y quitamos libertades a las minorías, siempre que creamos una o varias naciones en nuestro Estado, es un vals eterno, sin sentido, nadie se pregunta ya cuál será el destino final del baile, solo importa tener hoy yo la razón y mañana Dios dirá. Nadie se pregunta quién interpreta la música, ni quién eligió el tema que se escucha, solo bailamos con la papeleta en la mano, y una vez lanzada con ademán refinado, síntoma de avanzada sociedad y de un sentimiento profundo de respeto a los derechos humanos, sale de la urna para dictar quién será la persona que haga de Cristo en la Transfiguración del Monte, superando toda expectativa que sea capaz de dibujar en su rostro a todos los votantes, y si me apuras hasta de los no votantes.

En estos tiempos difíciles donde se ve morir gente, donde se nos está poniendo a prueba, yo solo veo que España se queda sin españoles, solo quedan partidarios, gente afiliada a algún partido, y las calles se vacían de gente normal, de la gente que yo entiendo, y el vals se va tornando marcha militar, porque la gente ya no quiere escuchar, ya no importa incluir al diferente, solo importa la solución a un problema inesperado que ataca por igual a unos y a otros.

Solo cuando un problema es transversal la democracia se presenta inútil, y el vals del voto que primero va en un sentido y luego en otro, se torna en clara marcha imperial en pos de un nuevo amanecer, en pos de un horizonte de esperanza.

De repente todos somos enemigos, porque unos hemos asumido que la solución la tienen los que dicen ¡Ea! Y los otros piensan que será quienes dicen ¡Sea pues!, y mientras tanto rompemos lazos de amistad, crece la desconfianza y se sazona la revuelta, se sazona la guerra. Nos han convencido de que el Estado somos todos, de que la voz del Presidente es la de todos, y que por tanto debemos cantar todos en sintonía para llegar a buen puerto en esta situación. Es decir, nos han convencido de que la democracia debe suicidarse cuando es necesario arreglar algo. De lo que deduzco que hasta ahora hemos estado dando vueltas por el mar del destino, sin rumbo y sin ganas de ponérselo.

Convencidos de que nuestra voz debe resonar con fuerza con la del Presidente, surge una cuestión peliaguda, ¿qué hacer con los disidentes? La disidencia pone en peligro la solución, ¡qué miopía no aceptar lo evidente!

Estas actitudes eran verdaderamente graciosas cuando solo había que discutir sobre si poner el horario europeo o seguir con nuestra distopía horaria, pero ahora que se habla de salvar vidas la cosa cambia, la gente se polariza, las personas quieren defenderse, y los individuos-Estado volvemos a ser flores porque la mentira del Gobierno se ha caído y nos vemos indefensos, no queremos marchitarnos.

Mientras el Estado se desmenuza no caemos de golpe en el individualismo, si no que retrocedemos pasos hacia grupos conocidos, quizás el partido político sea el primer paso, y la polarización que de ahí se deducirá dará lugar a la revolución. ¿A quién se le escapa que la mejor excusa para volar todo por los aires es que no hay acuerdo entre las partes a la hora de ejecutar una solución evidente?

Cuando terminemos una discusión en el bar, en la cafetería o en la cocina mientras se hierven los macarrones, recordemos que al finalizar el día, solo quien gobierna tiene más que nosotros, solo quien gobierna tiene nuestras vidas en sus manos, y que gane quien gane no hay un amanecer distinto, el destino del débil es verse subyugado al fuerte, y nuestra mentira del Estado solo sirve para endulzar esta cruel realidad. La fuerza legitima, y los parlamentarios han llegado por alguna suerte a ser más fuertes, están en posición ventajosa, y nos exprimirán todo cuanto puedan, pero el amor no nos lo pueden quitar.
España son los españoles con los lazos de amistad con el panadero, el vendedor ambulante de Senegal que nos vende baratijas, el camarero, el dependiente con su sonrisa, el policía que nos ayuda y nos protege del delicuente, es en definitiva el amor de sus individuos y no su posición ideológica, la cual si me apuráis es cuanto menos analfabeta, y lo digo yo de mi mismo, que no sabría por dónde empezar para recuperar todas las vidas perdidas, no solo con la pandemia, si no con todas las crisis sistémicas del capitalismo y de todas las corruptelas que trajeron la ruina a individuos que estaban en el lugar equivocado en el peor momento.

Al panadero el pan, al albañil el ladrillo, al escritor la pluma, al maestro la pizarra, al filósofo las preguntas, y al gobernante la administración. Si todos supiéramos hacer de todo no existirían los nombres para los oficios, por eso no debemos caer en la tentación de jugar a ser lo que no somos.

No soy el Rey ni el Presidente, tampoco siento que me representen, solamente rezo para que hagan su labor acertadamente, como rezaría para que un pintor no cometiera fallos en su tarea al pintar mi casa, o al cirujano cuando va a salvar la vida de alguien allegado.