Acabo de ver en la balaustrada de mi balcón dos pájaros negros. Me viene a la memoria aquella tarde dirigiéndome a Sueros, eran también negros y me miraban amenazantes aquellos pájaros. Levantaron el vuelo en aquella dirección, y supe que algo malo pasaba.

Pero no quise hacer caso a las premoniciones, que siempre nos dicen algo. Lo aprendí en el libro que me regaló Ana, mi hija pequeña. “Las nueve Revelaciones” de J.Redfield. La primera de ellas: atender a las coincidencias,  a los sueños y a los presentimientos.

Esa tarde caigo en un sueño profundo, en él, mis pies estaban unidos por unos cables que sujetaban pequeñas cabinas telefónicas, como de juguete. Todo ardía. Tres días de cansancio, e inapetencia. Me duele todo.

No atendí a las premoniciones. Aquel fuego, era mi cuerpo ardiendo por el ataque del coronavirus.

Decido ir al hospital, voy con Ángel, que hace una semana me había llevado para hacer el test, que entonces salió negativo.

Solo quiero que me hagan una analítica, y volver para casa. Pero una vez allí, noto que hay un engranaje que se apodera de mí. Yo trato de salir pero no puedo. Todo está cerrado, y me llevan a una sala aislada para hacer una radiografía. Luego a esperar. Tardan horas en comunicarle la analítica al joven médico que me atiende. Sé que es una estrategia para retenerme; después llegan más enfermos, a uno lo conozco. Yo le había dado el alta el día anterior.

No quiero subir, pero me obligan a sentarme en una silla de ruedas y me encierran en una habitación.

Después caigo en un profundo sueño. Entran y salen personas cubiertas con mandiles azules, guantes azules  y escafandras. Solo les veo los ojos. Acaba de amanecer y me pinchan por todos lados y me ponen el termómetro y el pulsi. Oigo que cantan los datos. Tengo fiebre y me asusto. Vuelve uno de ellos y me dice que el hospital tiene una biblioteca, que si quiero algún libro. Le digo que sí y regresa con una hoja con los que tienen. Me explica que son donaciones. Elijo dos, pero me dice que solo puedo pedir uno. “Balzac y la costurera China”.

Me ha gustado el titulo. Ese elijo.

Mi vecina, Nelly, de origen mejicano, ve tele-series de su país. Me marean pero no me atrevo a decirle nada. Ella está mejor. Le han dicho que igual se va. ¡Qué suerte, pienso! Habla continuamente con sus familiares, y amigos… Me dice, amablemente, que coma, o al menos beba. Se lo agradezco, pero no puedo. Vuelven a torturar mis venas con pinchazos y tengo que tomar unas pastillas enormes. Pienso que me ahogarán.

Me duermo y me despierto toda empapada en sudor.

Son las cuatro de la mañana, me pongo a leer. Nelly, con razón, protesta. Le pido disculpas y utilizo mi linterna como hacía en el viaje a Japón.

Me vuelvo a la cama. Me gusta el libro, pero no logro continuar.

De pronto voy con la Sastrecilla por un acantilado. Quiero subir a la montaña llamada Fénix del Cielo por la que ella va escalando.Yo no la entiendo, pero sé lo que me dice. De repente miro hacia abajo y caigo por el precipicio. Oigo su voz: caerás a un lago profundo. Me sumerjo  en el agua y en el fondo veo una gran serpiente. Noto un terrible dolor en mi brazo y me digo: me ha mordido.

Siento que ya no puedo subir a la superficie, me ahogo sin remedio.

Me despierto espantada y empapada. Veo a una enfermera muy amable que se interesa y nos pregunta, y nos anima. Se te había movido la vía, y he tenido que pincharte otra vez, me dice. Tu cena está intacta y los batidos de proteínas son muy importantes. No has tomado ninguno.

Son muy dulces y espesos, le digo.

Si no comes tardarás  en salir de aquí. Lo dice alegremente, pero yo pienso que es la señal. El hospital quiere quedarse conmigo, me ha engullido y no me va a dejar salir nunca.

Cuando se va, me bebo el agua y sorbitos de ese alimento. Pensando solo en irme.

Han pasado cuatro días y me ha dicho la doctora que la analítica no está bien y que me tengo que quedar.

La fiebre ha vuelto a subir. Vuelvo a caer en un profundo sopor. Veo a mi hermano Quini y a mis hijas tirándome cuerdas para que salga del agua, pero yo no puedo cogerlas. Veo niños que cantan en los acantilados y grito diciéndoles que los quiten de allí, que se van a caer, y la serpiente los devorará. Intento mantenerme en la superficie y moverme sin hacer ruido, para no despertarla, a la serpiente. Pero no me sale bien hacer el muerto. Ni siquiera cuando nadábamos en el Pantano de Villameca mi hermano Isidro y yo, lo conseguía. Me duelen los brazos de intentar mantenerme a flote.

Me despierto y estoy empapada por la lluvia que cae torrencialmente. Si estoy en el agua, – me digo– ¿cómo me va  a mojar la lluvia? Tengo un pijama de rayas humedecido que no me deja respirar.

Traen la comida, no puedo probar bocado. Pero bebo y vuelvo a tomar sorbitos del alimento con sabor dulzón.

Vuelven los mejicanos a salir y entrar a caballo en grandes fincas, la protagonista no tiene coraje y los otros son todos malos. Le pregunto a Nelly, mi vecina, si en Méjico las relaciones son tan promiscuas. Me dice que sí. Que allá los hombres siguen mandando y teniendo las mujeres que quieren. Lo dice como critica, así que no le replico.

Me duermo de nuevo. Creo que es la Kaletra, ese medicamento de color marrón que no logro tragar, el que me da dolor de cabeza y nauseas y mi cuerpo lo rechaza, pero me he obligado a tomarlo igual que el Dolquine y los antibióticos.

Vuelvo a dormirme profundamente. Alrededor del acantilado veo a Rocío y a Ana. Están también mis hermanos, Felipe e Isidro. Han recogido  a los niños que ahora juegan en la orilla del lago. Me asusto otra vez, que no se metan, les grito, es muy profundo y hay una gran serpiente. Los niños cantan en idiomas que no entiendo. Me digo que será chino, pues estamos en la provincia china de Sichuan. Oigo la voz de mi hermano Quini que me llama, te he dejado limones, me dice y no sé por qué, pero eso me alegra mucho. Miro hacia arriba y veo que entre todos están trenzando una cuerda muy gruesa, entrelazada con un lazo rojizo. Pienso que es la gran trenza de la Sastrecilla. Agárrate fuerte, me dice Quini a grandes voces. No puedo, le digo, pero sé que mi voz no le llega, me voy al fondo sin remedio, la angustia no me deja respirar.

Entran la enfermera y la auxiliar y me pinchan. Otra vez tiene fiebre, se dicen. No come.

Ha pasado el jueves y a mi compañera le van a dar el alta, pues todo le ha salido bien. Amí no me dejan salir de aquí, me digo. Miro las cuatro paredes estrechas y el baño compartido y descubro en la escasa luz que entra por la ventana, una pequeña plantita creciendo ente las piedras del tejadillo.

No puedo con estas pastillas, no puedo con tanto antibiótico, mis rodillas se doblan cuando me levanto. Me voy a caer en este baño y no podre levantarme. Lloro.

No puedo con la cena, pero tomo el zumo y el yogurt. Un poco del batido de  proteínas. Vuelven a pincharme, tengo febrícula, saturo poco; les digo que tienen trucados el termómetro y el pulsi, que con el que me ha traído mi hermano las cifras son mejores. No me hacen caso. Además mi tensión arterial dicen que esta alta, pero la han tomado a la carrera y por encima de la manga. No me atrevo a decir nada. El equipo de hoy esta malhumorado y se les nota el miedo.

Se atasca la vía, digo que me escuece, pero se van sin decir palabra. Esta tarde casi he terminado el libro de la Sastrecilla; debió de ser terrible aquella época de Mao. Vuelvo a dormirme.

Estoy  otra vez en el lago, hundiéndome. Veo a mi hermano Quini que se ha deslizado por el acantilado, le digo que no, que no baje, tengo miedo por él. Me lanza la cuerda trenzada, pero me hundo. En el fondo veo como la serpiente se incorpora para morderme, tiene rayas amarillas en el dorso y adquiere una forma rara, como de edificio; de pronto pienso: la serpiente es el hospital y me va a engullir, después de inocularme el veneno. Tengo mucho miedo. Pido socorro pero nadie me oye. El agua es turbia y no me deja ver nada. Empiezo a temblar, nado con todas mis fuerzas para salir  a la superficie. Lo consigo, miro hacia el acantilado, arriba están mis otros hermanos y mis hijas, todos sujetando  la  gran cuerda, doy  un impulso y me agarro fuerte, ellos tiran y tiran, y de pronto estoy arriba. Hace mucho frio, estoy empapada, Roci me da una manta que ha tejido ella y Anina me frota fuerte.

Me despierto sobresaltada por la enfermera que me dice que tiene que pincharme otra vez y tomarme una muestra de la nariz.

Me sonríe, es amable.

Viene la doctora, una uróloga. Acaba de llegar de la India donde ha estado haciendo un curso sobre ureteroplastia. Parece que los indios son los mejores en esa técnica. Había estado en Japón. Le hablo de protocolos y de lo que pienso. Me gusta esta doctora. Parece que ha venido más días, pero yo no la había visto. Me dice que si la analítica esta mejor, me dará el alta.

Me esfuerzo por desayunar, la vecina ve un programa televisivo de arreglo de casas millonarias. Terrible. Ella me dice que le gusta. Me explica que quiere reformar su casa. A mediodía le dan el alta.

Hoy por primera vez, el arroz me sabe rico. Intento comer todo lo que puedo.

Ya no me mareo al levantarme, pero mi cabeza estalla de nuevo cuando tomo la medicación.

Ceno con apetito. Acabo de leer el libro. Tiene un final triste y sombrío pero a la vez esperanzador para la Sastrecilla. Duermo profundamente aunque he tenido que estar  casi dos horas ayudando a la vía a que pasara el antibiótico. No estaba dispuesta a que me pincaharan otra vez. Mi hija Ana, a la que se lo digo, se concentra para que pase el liquido y yo tengo que sostener y tirar de la vía en una determinada posición para que entre. Al final se acaba y me siento satisfecha. Lo hemos conseguido. Y me pongo a cenar, con apetito.

Esta noche he dormido sin despertarme, aunque otra vez el sudor ha empapado y enfriado mi cuerpo.

Mi hermano me ha traído varios libros. Elijo el de Paulo Coelho: “El Alquimista”. Me voy de China  al desierto y después a Egipto  con un pastor de ovejas que persigue sus sueños.

Vuelve la doctora en urología. Me alegro que haya médicos así, pienso que ella también persigue sus sueños. Y que lo conseguirá. Será la mejor en esa especialidad tan complicada. No sé por qué, pero me recuerda a Inés.

Como y ceno con algo de apetito, aunque la comida es, a mi modo de ver, peor. Son filetes. Pero hago lo que puedo.

Es domingo, tengo miedo de que la analítica siga mal y me tenga que quedar aquí.

La doctora viene pronto y me dice que los análisis que han salido, están mejor. Falta el del virus. Si es negativo me dará el alta. No quiero hacerme a la idea para no llevarme una desilusión, me organizo para pasar aquí hasta el martes, entonces me volverían a repetir la prueba si hoy aún diera positivo. Me parece que el hospital ya no me quiere absorber. He llegado a un pacto con él.

Tengo libros, tengo cuadernos, dibujo un huevo de pascua que le enseño a la doctora que se llama Anna (con dos enes, me dice). Reconoce conmigo que el dibujo no se me da.

Vuelve contenta a las dos horas para traerme el alta, la prueba es negativa.

Llamo a mis hermanos y a mis hijas y a Mari Luz que ha estado cuidando de mi madre y de mi hogar.

Me trae mi hermano Isidro a casa. Cuando llego me espera un recibimiento organizado por Mari Luz en el que han participado todos los que han estado a mi lado. Me emociono y pienso que este tratamiento lleno de afecto, va a conseguir curarme del todo.

Subo a mi habitación, allí en la balaustrada están posados dos pájaros negros, me asusto, otra vez la premonición, me digo, igual la neumonía no se ha curado bien. Miro el Teleno y le ruego a la montaña sagrada de mis antepasados que se apiade. Me acuerdo de mis hermanos y de mis hijas y sus hijos y de las cartas de todos, y la canción de Juan y María, de los poemas de Isidro, Ángel y Dely, de Inés y su apoyo, de Luis y Gloria, de Merce, Sagra y José Julio, de Oscar y Visi,  de Carmen, y veo, en el jardín, a Mari Luz jugando con los perros. Mi madre y Ángel la miran embelesados. Ella lo ha cuidado y organizado todo. Ella es como la Sastrecilla, pienso, valiente y decidida.

Mirándolos a ellos y viendo el Teleno al fondo, me digo que no puede ser. Los pájaros siguen allí. Son negros pero me fijo y su pico me parece rojizo, como el lazo entrelazado a la cuerda con la que  mis hermanos y mis hijas lograron sacarme del  profundo y peligroso lago.

Sonrío y les mando un beso enorme, enorme, a todos los que me han ayudado. .

En Astorga un 15 de abril de 2020 con el cielo aún encapotado y amenazando tormenta.

Victorina Alonso Fernández