Eran casi las 11 y esperaba impaciente la llegada de mis amigos para emprender un nuevo viaje hacia el paraíso, uno de mis paraísos.

Porque el valle del Dueñas, ese río que recorre e inunda desde Lois hasta la ermita de la Vigen del Roblo, para desembocar en el Esla, me llama de vez en cuando y tengo que volver allí.

Cuando llegamos, después de pasar por el desolado Sabero y sus minas derruidas, pasando a orillas de un Esla rugiente, el Astura que dio nombre a pueblos aguerridos que casi derrotan imperios, un río liberado ya de un pantano que nunca debió existir, emprendemos el camino hacia Lois.

Mari Luz y Lolo miraban el verde y la caliza, con el rugido, más pequeño, del río Dueñas, encajonándonos entre el agua y la roca. Y allí estaba, la ermita de la Virgen del Roblo. De romería, como cada 15 de septiembre, con los pueblos arremolinados en torno a una virgen que, según dicen, fue encontrada por un pastor en un viejo roble y llevada allí para salvarla de los musulmanes. Cosa difícil de creer cuando ves la imagen, tallada posiblemente hacia el siglo XVII.

Pero, a mí, eso casi no me importa. Yo miro alrededor esperando encontrar el castillo de Alión o a un hombre de Salamón subiendo a la virgen a hombros hasta las Pintas. Ya me han dicho que del castillo no se sabe nada y que el hombre ya no sube a Las Pintas.

Todo da igual. Pudimos entrar en la pequeña ermita, verla por dentro y por fuera, acompañar a los pobladores en su fiesta, encontrar viejos y buenos conocidos. Y seguir adelante.

La carretera se estrecha y parece que nunca llegas.

Y, al fin, Lois, un lugar elegido por los dioses. Y su catedral de la montaña, reluciendo sus piedras, casi rosas, ante unos asombrados viajeros. Fui allí muchas veces pero, cada vez que llego me sigue fascinando.

El pueblo, casi vacío de turistas, como a mí me gusta. Y nos abrieron la catedral, admiramos sus imágenes, su coro, su pila bautismal, sus sepulturas y la magnificiencia de su interior. Se nota el poder de quienes la construyeron: la familia Castañón, y de esos preclaros hombres que hicieron de Lois una cátedra de latín durante el siglo XVIII. Por allí pasaron futuros obispos, alcaldes, presidentes, priores, catedráticos…Y el pueblo conserva sus casas señoriales, inmensas en este pequeño pueblo pero que hablan de ese pasado increíble y de esas gentes que supieron hacer de este un lugar especial. Muy especial. Eran los Castañón, los Reyero, los Álvarez y los Álvarez-Acevedo.

La iglesia, construida por el maestro mayor de la catedral de Toledo, con un estilo barroco, de mármol rojo con vetas… espectacular y enorme dentro de este pueblo.

Y visitamos la casa del humo, con una construcción de tipo montañés, con más de dos siglos de antigüedad, cubierta de teito (paja) y con sus estalactitas de humo negro en el hogar y en varias de las habitaciones. Y con algún símbolo celta en los arcones. Otra maravilla.

Comimos, aguantamos el chaparrón que aumentó la sensación de agua que existe en todo el pueblo y nos reímos a carcajadas con los vecinos de mesa que habían comprado ropa en una exposición india que ocupaba los bajos de la casa del humo.

Seguimos subiendo por el pueblo. No podía marcharme sin asomarme a mi “balcón” preferido. Allá, cuando el pueblo acaba, en su encimera, nos recibe el viejo nogal y una de las vistas más hermosas que he visto nunca.

Daba pena marcharse pero aún quería enseñar a mis amigos, otra vez, la ermita de la virgen del Roblo, esta vez sin gente.

Y allí paramos, como lo hago siempre, para sentarme un rato, para sentir el ruido del agua, el aire moviendo los robles y un silencio interior que solamente se produce en estos lugares.

Volveré, no lo pongáis en duda.

Angel Lorenzana Alonso