Mamá araña dibujó en su peluda cabeza la red que tejería mañana, cuando su hija durmiera en la cuna de hilos que ahora estaba haciendo. Mamá araña dibujó en su peluda mente el alimento de su hija, ese alimento que caería inexorablemente en sus redes.

Mientras tanto, mamá mosca trataba de enseñar a volar a sus mosquitas hijas. Como mosquitas que eran, todo les parecía bien y ni siquiera la cercanía de la peluda araña las asustaba.

Mamá araña las miraba satisfecha y mamá mosca las miraba extrañada de que mamá araña las mirara. Era la naturaleza de cada una y tampoco iba a cambiar porque hoy hiciera un calor de diablos.

Mamá mosca y sus mosquitas hijas jugaron todo el día, pensando en divertirse. Mamá araña, mientras tanto, arrullaba a su hija para que se durmiera pronto y así poder seguir tejiendo con sus hilos blancos.

Un poco más allá, en el resto del bosque, todo seguía tranquilo y cada cual iba a lo suyo, como siempre había ocurrido. Esta vez no iba a ser distinto simplemente porque la araña tejiera o la mosca revoloteara.

Cuando la tela estuvo acabada, la araña hija ya tenía hambre y su madre no estaba dispuesta a que llorara por eso. Movió ligeramente los hilos, para que brillaran con los últimos rayos de sol y consiguió atraer la atención de las mosquitas hijas que por allí pasaban. Dos de ellas se acercaron con la curiosidad de la falta de experiencia.

Cuando mamá mosca se dio cuenta, ya era tarde. El destino se había cumplido. La araña y su hija tenían servida su cena. Los lloros de mamá mosca ya no servirían de mucho.

Foto: Valentín Costo

Angel Lorenzana Alonso