Nadie se dio cuenta. Todo el mundo estaba a sus cosas, insustanciales cosas de la vida que sirven para pasar el rato, para hacerse la ilusión de que haces algo, para mitigar el dolor y la rabia contenida de no poder hacer lo que tienes que hacer. Todo el mundo siguió como si no pasara nada.

El cielo dejó de brillar. El sol se escondió, como avergonzado, en mitad de una tarde palpitante de sueños apenas comenzados. La luz se fue sin saber que hacer. Retrocedió espantada de la negrura que se acercaba, de esa negrura, honda como la sombra, que presagiaba desgracia. Los pájaros se retiraron aterrados, las flores encogieron sus pétalos y el viento dejó de mover las hojas de unos árboles ya mustios y cansados de soportar la vida año tras año. Todos los habitantes de la tierra se prepararon. Sólo los hombres siguieron con sus cosas, insensibles y seguros de su atontada autosuficiencia creada por años de imbecilidad y borreguismo. Tan creídos de su superioridad que ni siquiera miraron al cielo.

Y empezó a nevar. Tímidos, los primeros copos pidieron como permiso para posarse sobre el asfalto. Los segundos fueron más atrevidos al ver que nadie ponía obstáculos a su caida. La tarde se hizo noche y el silencio reinó en la ciudad.

Nadie se dio cuenta. La nieve siguió cayendo despacio, sin prisas, para no asustar. Se posó en los árboles desnudos, cayó sobre campos sedientos, sobre montañas esperanzadas, sobre el agua del río que la fue diluyendo en una sinfonía de lloros sobre las piedras de sus orillas. Copo tras copo, pertinaz en su empeño, sabedora de su superioridad, la nieve fue cubriendo campos, rios, carreteras, calles, coches… y hombres.

Y el silencio blanco se apoderó de todo. Una calma tan tensa y tan blanca… tan blanca. Nadie se dio cuenta hasta entonces.

Los camiones quitanieves rugieron, alcaldes y concejales se enfadaron. Los obreros del ayuntamiento estaban descansando… o en unas vacaciones que dicen ellos que merecían. Los santos varones de la ciudad se reunieron de urgencia, pensaron hasta donde podían pensar, se enrabietaron, dieron patadas en el suelo y gritos a sus subordinados. Pero no supieron que hacer. Otra vez, como siempre, la nieve les había pillado por sorpresa. Y es que, en su clara y preclara sabiduría, nunca pensaron que pudiera nevar en pleno invierno.

Como no podían hacer nada, nada hicieron. Como no sabían hacer nada, no hicieron nada. Se justificaron y siguieron dando vueltas a los papeles de sus despachos adornados con cuadros y fotos de montes nevados.

Todo estaba blanco. El aire limpio dejaba pasar nítidos los rayos de un sol invernal que se abría en la mañana siguiente.

Las nubes se retiraron a sus aposentos preparándose para el siguiente golpe a una humanidad embelesada por cosas sin importancia. La blancura de la nieve desempolvaba guiños y mecía otros sueños de pureza. La soledad de la madrugada era saludada por algún pájaro que movía las ramas de un árbol en medio de una ciudad acongojada e indefensa. El ruido de sus alas retumbaba en el silencio y apenas era sofocado por alguna ventana que se abría y que dejaba ver la cara de un funcionario que no iría a trabajar porque sus compañeros no habían quitado aún la nieve de las aceras.

Nadie se dio cuenta. El frío helado de una mañana de casi invierno campó a sus anchas en una ciudad vestida de blanco, como si de una boda se tratara. Y el sol vino y se fue. Pero el blanco siguió inmaculado, teñido apenas por el sonido de una campana lejana que invitaba a seguir meditando.

Angel Lorenzana Alonso

  • Publicada originariamente en febrero de 2018