El soldado aulló de dolor pero siguió caminando. Delante de él, su capitán también estaba herido y seguía. Seguía su marcha por la enmarañada selva, avanzando y dejando jirones de su piel a cada paso que daba.

El objetivo era llegar, atravesar la selva, demostrar al mundo que no era infranqueable.

Delante de ellos, el general estaba agotado. Pero caminaba. Al frente de este pequeño ejército que intentaba conquistar la gloria. Se habían propuesto ser los mejores en la enmarañada jungla de lobos que les había tocado vivir. Y todos, todos, se habían juramentado para conseguirlo. Cada uno desde su puesto, cada uno con las fuerzas que tuviera, cada uno con la ilusión de un bien colectivo que, tarde o temprano, se conseguiría. Cada uno, mirándose en su interior, orgulloso de pertenecer a este grupo de escogidos, orgulloso de la bandera que los guiaba, orgulloso de poder seguir adelante, de no mirar algunas bajas que se quedaban en el camino o que abandonaban por el sufrimiento que esto suponía.

El grupo caminó y caminó. La unión entre ellos era buena. El general y los capitanes les hablaban como iguales y les aconsejaban. Cuando había que luchar, ellos eran los primeros. Cuando había que despejar maleza, allí estaban, sudorosos pero con el machete en la mano. Poco a poco la selva se fue rindiendo a sus pies.

Y llegaron. Abatidos, cansados, con bajas y abandonos. Pero unos pocos escogidos llegaron a la meta. Convirtieron lo imposible en posible, doblegaron líneas de abatimiento, pesares, heridas… sonrojos. Se convirtieron en el mejor ejército del mundo. Consiguieron la gloria que sólo a unos pocos estaba predestinada. Eran los mejores.

Miraron la selva a sus pies, miraron el sol que alumbraba y la luna que les guiñaba. Caminaron, ya mas despacio, por el camino trazado. Sus generales seguían al frente, con ellos, dialogando, pensando con ellos, discutiendo decisiones. Sabían que la idea de uno solo no vale, que las ideas pueden ser buenas o malas y que el grupo tiene más razón que el más inteligente de los líderes. Sabían que cualquier hombre, por minúsculo que fuera, puede saber mejor que nadie el camino a seguir. Por eso escuchaban a sus hombres. Por eso dejaban hacer a aquellos que habían demostrado que sabían lo que hacían. Por eso defendían a sus hombres frente al enemigo. Por eso amaban su ejército. Por eso utilizaban el “nosotros” cuando hablaban de triunfos y el “yo” cuando hablaban de fracasos. Por eso triunfaron y el triunfo siguió con ellos durante años.

Años más tarde, el general murió. Pero el grupo siguió trabajando y haciendo las cosas bien. Las cosas estaban encarriladas y cada soldado sabía su misión y la ejecutaba a la perfección.

Cuando vino el nuevo general, los coroneles, los capitanes… y hasta los soldados le hablaron de su orgullo, de cómo sabían hacer las cosas, de lo que habían conseguido y de lo que estaban a punto de conseguir.

El nuevo general, envuelto en la aureola de nuevo líder, apenas les escuchó. Implantó nuevas normas de ferrea disciplina, inventó códigos de ética, publicó manifiestos y colocó a cada uno en su sitio. Uno por uno, les fue diciendo lo que debían hacer, cómo lo debían hacer hasta en sus mínimos detalles. Les dijo que no pensaran porque ya pensaba él por todos. Les dejó claro quién mandaba y ejecutó sentencias ejemplares y disuasorias.

Los coroneles, los capitanes, los soldados se miraron unos a otros. Todo había acabado.

Poco a poco, los coroneles se fueron jubilando o marchando a otros ejércitos. Los capitanes ejecutaban órdenes que no entendían y los soldados fueron cayendo en depresiones, abandonando el ejército, cayendo en bajas que nunca tuvieron, desmoralizándose, haciendo solo lo que les mandaban, no pensando en lo que hacían y suspirando por los días libres a que tenían derecho.

El nuevo general, orgulloso de si mismo, castigó y castigó a los culpables, organizó charlas disuasorias, publicó manifiestos de la grandeza de su labor para que calara hondo en sus tropas. Reprimió las ideas y los pensamientos. Sólo él sabía hacer las cosas. Sólo él estaba capacitado para pensar. Fue liquidando el antiguo saber para imponer el suyo. No miró si las cosas se estaban haciendo bien o mal. Simplemente las destruyó. Dejó a sus hombres sin nada en que pensar, sin un ideal que seguir, sin mandos que motivaran su labor. No escuchó ni quiso ver las evidencias.

El antiguo ejército que había conseguido la gloria, se fue diluyendo. Los buenos que podían hacerlo, se fueron. Los demás siguieron porque no había otro sitio donde ir. Hicieron lo que pudieron pero se fueron muriendo en la indolencia, a veces recordando otros tiempos, a veces soñando en que sus antiguos generales volvieran, a veces simplemente subsistiendo porque no quedaba otro remedio.

El principio de un fin que se veía venir acababa de comenzar.

 

Angel Lorenzana Alonso