Hace ya mucho tiempo, en el centro de mi isla, edifiqué un gran castillo. Era de piedra, con unos gruesos muros que lo aislaban del exterior y una puerta con puente levadizo que solo se bajaba para dejar pasar a la buena gente que habitaba en los alrededores. Parecía muy sólido, imponente desde cualquier lugar que se viera, con grandes ventanales para mirar el cielo y las estrellas pero altos para protegerse de los intrusos. Fabriqué mi vida como yo quería que fuese: a prueba de todo, protegida de tormentas y avatares y fui amueblando el castillo de acuerdo a mis peculiares gustos.

Aquello duró muchos años y fui feliz. Todo estaba controlado en mi castillo. Los vigías estaban en sus puestos y cumplían fielmente con su misión.

Pero un buen día, casi sin darme cuenta, los roedores y las hormigas fueron horadando los cimientos y el castillo se tambaleó. Ya no era seguro. Habían atacado por donde más confianza tenía y por donde menos lo esperaba. Poco a poco vi que mi vida en el castillo no era como antes y que tenía que abandonarlo. Cogí lo poco que podía aún salvarse y me fui. Me fui lejos, a la orilla del mar.

En el medio de la playa, decidí construir otro castillo: el más bonito que se hubiera visto nunca. El más seguro puesto que lo edificaría sobre la arena en donde no podrían hacer nada los roedores. Estaba a salvo de sus asechanzas. Coloqué nuevos vigías, hice las torres más altas y los muros más gruesos. Las ventanas más pequeñas porque la luz entraba igual. Tenía vistas al mar y el mar me daba el sosiego que necesitaba. Algunos restos del anterior castillo habían viajado conmigo pero estaban controlados y algún árbol que apenas era un retoño antes, iba creciendo en mi nuevo patio. Dejé entrar la brisa y el sol y me dejé acariciar por el murmullo de las olas. Hasta una sirena venía a visitarme y me contaba historias nuevas de amor y de confianza.

Pasó el tiempo. Un buen día, cuando entraba en mi castillo, vi que sus paredes no subían rectas hacia el cielo azul. En el cielo había demasiadas nubes amenazando tormenta y el mar rugía embravecido.

Entré rápido. Recorrí el patio. Subí a mis aposentos. Miré el árbol ya florecido.

Sus raíces se habían hecho profundas y habían traspasado los muros del castillo. Era fácil: la arena sobre la que estaba el castillo las habían dejado pasar. Ahora se intentaban aferrar a rocas negras como la muerte.

Por otra parte, mi sirena había soñado con marineros y piratas, se encontró con ellos y se fue. La miré partir, la vi sonriendo a los piratas que a su vez le sonreían y le prometían sus tesoros. Mi árbol y mi sirena se había ido. Ella me prometió que seguía estando conmigo pero no pude creerla. El me prometió que siempre confiaba en mis palabras pero no pude creerle. Y el árbol echó raices fuera del castillo, y la sirena estaba cada vez más con los piratas. Y el agua se coló por la arena de la playa y mi castillo se tambaleó.

Ya no era seguro, ni precioso, ni…

Por eso decidí construir un último castillo.

No será de piedra ni estará construido ni sobre la tierra ni sobre el mar. Estará en el aire y será de aire. Y solo estaré yo dentro. Solo yo. No habrá sirenas, ni música, ni ruido del mar ni del bosque, ni vigías ni nadie que pueda abandonarme o traicionarme. Solo yo, con mi vida, con mi soledad llena de angustias y de recuerdos. Y de proyectos de soledad futura. Y de proyectos de vida en el aire dentro de mi castillo de aire situado en el aire de mi cerebro. Solo yo sabré de su existencia y solo yo guardaré su inexistente puerta.

Solo yo estaré para ver como se destruye.

Angel Lorenzana Alonso