Arrancó la lanza, mellada de mil batallas, con el asta resquebrajada y con la punta partida en dos de tanto llorar en la arena donde se encontraba. Solo una mano podría arrancarla, como en las viejas leyendas, y esa mano poderosa lo hizo sin esfuerzo.

El guerrero la miró. Miró su brillo amortiguado por la herrumbre de años y años, miró su punta partida, miró al horizonte del desierto y miró los años que habían pasado. Eran tantos que nadie se acordaba. Eran tantos que hasta la vieja arena del viejo desierto se había olvidado de una pobre lanza perdida.

El viejo guerrero había recuperado la magia y la herencia de sus antepasados. Con la lanza en su mano, caminó hasta su coche, montó y se dirigió hacia la gran ciudad.

Unos años después, más viejo aún y más desdibujado por los recuerdos, el anciano salió a su terraza, miró las luces encendidas de una noche tranquila, contempló el paso de coches y más coches, respiró el aire contaminado por las fábricas cercanas, trató de ver a su luna que apenas se dibujaba en el cielo, recordó su herencia de siglos, acercó la vieja lanza a su mano y la arrojó.

La siguió con la mirada mientras iba por el aire. La vió clavarse en la calle… y esperó. Los coches fueron desapareciendo, las casas se fueron derrumbando una a una como si de fichas de dominó se tratara, las luces se apagaron, los ruidos desaparecieron, se esfumaron las fábricas y los hombres y mujeres ya no llenaban las calles. Todo se convirtió en arena. Solamente el viejo quedó para contemplar la lanza clavada nuevamente en el desierto.

Su viejo sueño se había cumplido. Después de muchos años, después de aguantar desprecios, después de bajar la cabeza ante dueños malhumorados, después de vivir sin vivir y de hacer que vivía mientras soñaba. Después de tanta espera sin esperanza, de tanta amargura sin consuelo, de tanto pesar y pesar producido por los otros. Después de perderlo todo, de añorarlo mil veces y mil veces volverlo a vivir, después de tanto llanto vertido, por fin su venganza había llegado.

Recordó y sus recuerdos se fueron cien años atrás, apenas una gota de su vida, cuando decidió convertirse en hombre y vivir como hombre para ver si el hombre merecía vivir. Había nacido y había crecido en una de tantas ciudades que poblaban la tierra. Había estudiado, como todos los hombres, había trabajado, aprendido, olvidado y vuelta a aprender. Había amado y odiado y había envejecido. Cumplió todos los ciclos, como cualquier hombre. Pasó hambre y fue rico. Sudó con su trabajo y ayudó a crear inmensas factorías de bienestar. Pagó hipotecas, tuvo coches y riquezas, pasó penalidades… y desamores. Fue amado y amó con todas sus fuerzas. Estuvo enfermo y se curó, lloró e hizo llorar.

Ahora, solo otra vez con su lanza, pensó en todo aquello y se puso a reir. El, el dios de los hombres había decidido que los hombres no eran hombres. Solo seres imbéciles de los cuales no se podía esperar nada. Por eso, borró su ciudad.

Por eso, en medio de este nuevo desierto, volvió a rejuvenecer y se fue despacio hacia otra ciudad, con su lanza en la mano, con su sonrisa fatal en los labios y con un corazón amargado en el que no cabe la esperanza.

Por eso, hastiado y cansado, el dios de los hombres dejó de ser hombre porque el hombre le había defraudado.

Angel Lorenzana Alonso