Cuando mi amigo nació, yo ya había nacido, pero mi vida, hasta entonces, carecía por completo de sentido. No sentía nada, solamente el vacío de alguien que contempla pasar las cosas como desde un escaparate.

Pero el día que el papá de mi amigo entró en la tienda, supe, apenas verlo, que mi vida iba a cambiar.

Y ahora, siete años largos después, cuando ya mi piel apenas se mantiene, mis ojos han sido cambiados varias veces y mis brazos han perdido la textura y la gordura de otros tiempos, sigo estando junto a él, en su cama.

Le estoy observando y adivino por su cara que hoy ha sido un día largo y duro en su colegio. Después de darme su acostumbrado abrazo y de colocarme a su lado, veo como, leyendo uno de sus cuentos favoritos, sus ojos se van cerrando aunque él haga esfuerzos para mantenerlos abiertos.

Juán, mi amigo, está cansado. Me mira de vez en cuando, me sonríe como solo él sabe hacerlo y, casi en un susurro, me dice: “hola, amigo”. Eso ya es suficiente para mí y me compensa de todo un día sin apenas verlo.

Deja el libro, apaga la luz, se da la vuelta, me abraza con sus fuertes brazos y me dice: “cuéntame un cuento, osito”.

 

Angel Lorenzana Alonso