Vino, vio pero no venció. Le faltaron tablas y años de rodaje para poder llegar a dominar la situación. Le sobraron trajes y abalorios y le faltó la humildad necesaria para que sus súbditos la respetaran.

Vino y su puesta de largo fue dorada, como en las grandes ocasiones. Vino presumiendo de amistades, de coronaciones anteriores, de manías ordenadoras propias de quien nunca ha tenido que enfrentarse con los problemas serios de la vida. Llegó presumiendo ante un pueblo poco dado a que presuman delante de él pues ya ha visto de casi todo en la vida y ha pasado por años de abundancia y de escasez, de penas y no tan penas, de rigores invernales y calores veraniegos. Marcó pautas y quiso ser reina antes de ser conserje, quiso ser la única en saberlo todo y la única que todo lo sabía, amparada de normas, de boletines oficiales, de reglas funcionariales, de muchos derechos y de pocos deberes.

Se cargó de asesorías, de “malas asesorías” que la predispusieron contra las buenas cosas que podría encontrarse: súbditos entregados, ayudas, sonrisas, cariño, comprensión… A cambio, prefirió refugiarse en los que antes hicieron y mal hicieron en su reino y en quienes, provistos de la infalibilidad que les da pertenecer a sindicatos, a castas “nobles” y cosas parecidas, creen saberlo todo y estar de vuelta cuando ni siquiera se han atrevido a hacer el camino de ida, o no han sabido hacerlo dado que otros, papás y vecinos, lo han hechos por ellos.

Vio, o quiso ver, todo lo que había. Pero sus ojos, emponzoñados por los ojos de sus antecesores, y ahora asesores, no supieron ver la realidad. Y, por eso,  hasta dio órdenes para que las moscas le pidieran permiso para volar. Reinó desde el primer momento sin percatarse de que el pueblo no es tan tonto como parece y de que para poder mandar hay que saber a quien y cómo tienes que mandar. Su experiencia de niña mimada, de consentida en fiestas y de halagos supérfluos, quiso trasladarla a sus nuevos quehaceres o noquehaceres y pensó que la fiesta continuaba y que sus amigos y amigas de fiestas podrían decirle por donde iba el camino. Y acabó por equivocarse.

Hasta el espejo en que se miraba acabó por recordarle que nunca había sido la más guapa de aquel baile. Y por eso, acabó rompiendo el espejo.

Y no venció, aunque pensó que había vencido cuando lo único que hizo fue el ridículo. Algunos le dieron parabienes pues para eso era la princesita. Otros halagaron su orgullo y su vanidad y acabaron por estropearla del todo. Incluso hubo personas que no dejaron de animarla a que siguiera maltratando a su reino.

Sus “asesores” le invitaron a seguir por el camino equivocado y quisieron gobernar con ella, participar en su regio estado y “ayudarla” a llevar el pesado cetro de princesita. Tergiversaron las cosas, malmetieron a todo meter, promulgaron normas y avisos que no existían y enviaron misivas corrosivas contra aquellos que pudieran suponer un peligro para su reinado. Y se equivocaron. Se equivocaron porque sus enemigos no eran ni estaban donde ellos creían y, en su infinita sabiduría de personas que nunca hicieron nada, vieron peligros donde no existían y no vieron sus propias incapacidades. Habían tenido ocasión de reinar y no supieron más que rodearse de lameculos que les decían lo buenos que eran… y se lo acabaron creyendo. Cuando les quitaron el reino, por su incompetencia, se atrevieron a asesorar y guiar a la pobre princesita… Quizá para llevarla a su propio fracaso y demostrar así que sus “verdades” eran la verdad y que el resto del mundo estaba equivocado y les tenía envidia.

Pero el reino es más sabio que sus princesitas y acabará poniendo a cada uno y a cada una en su sitio. Un sitio para el que no solo hay que venir sino que también hay que saber ver y, sobre todo, acabar convenciendo.

Ir de princesita es una cosa y saber reinar es otra muy diferente.

Angel Lorenzana Alonso